FUNDAMENTOS DE LA PROPUESTA
En la imposibilidad de obtener una percepción acabada del cargado espacio exhibitivo asignado al envío chileno, decidí proyectar una obra que, inscrita bajo la denominación de “objeto–instalación”, mantuviera cierta autonomía con respecto a las marcadas especificidades arquitectónicas y decorativas del recinto, pero que al mismo tiempo contemplara, por un lado, el elemento de mayor pregnancia de la sala, es decir, la enorme lámpara de lágrimas de cristal de Murano, y por otro, la crítica historia de permanentes crisis curatoriales que viene presentando la Bienal de Venecia, en los últimos veinte o treinta años.
Diré un poco a la rápida y un poco irresponsablemente que ésta será “mi obra del siglo dieciocho”, pues la proyectada objetualización de la palabra A R T E —transparencia del vidrio (acrílico) de las letras y del agua en su interior con peces rojos nadando en ellas— con el adicional sistema de tratamiento del agua, funcionará, en ese recinto palaciego veneciano, como un contra–reflejo de la lámpara de lágrimas de cristal de Murano bajo cuyos brillos será emplazada, constituyéndose en un objeto que interroga acerca de las motivaciones de los eventos internacionales de arte y del modo marcadamente mercantil de circulación e instalación de las obras. No sé si esa invención —la lámpara de lágrimas— es anterior o posterior al siglo XVIII, pero ese objeto fantasioso y coherente con la certeza de cierta autonomía de carácter moderno de ese siglo, obedece ejemplarmente a la sofisticación, a la complejidad y a una melancolía lujosa, descreída y escéptica del siglo XVIII, en el que se inicia el pensamiento crítico y el pensamiento sobre el arte y sus procesos, siglo que por lo demás, es llamado “de las luces” o de la “ilustración”. Como síntesis del espíritu de este siglo, con aires liberación, de independencia y revolución, Hegel declara, muy tempranamente al inicio del XIX, la muerte del arte. Los artistas, de aquí en adelante, deberemos preguntarnos sobre su sentido y sobre “qué hacer”. Es una pregunta moderna y una angustia propiamente dieciochesca, pregunta que, creo, queda establecida paradójicamente en esta obra, a pesar de los brillos y del movimiento vitalizador de los peces rojos que nadarán ondulantes en las aguas tipográficas.
El título de la obra, Muerte en Venecia, surge al momento de decidir el empleo de un segmento inicial invertido de la serie numérica de Fibonacci —2, 3, 5, 8 // 8, 5, 3, 2—, para determinar el número de peces rojos para cada una de las letras. Invertido, en el sentido de la contradicción de la lectura de las letras que conforman la palabra A R T E y la lectura regresiva de esa serie progresiva. Como se sabe, esta famosa serie matemática que se genera a partir de 1, se construye por la simple suma de los dos números que preceden a la última cifra: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144, etcétera. Una de las propiedades de esta simple y compleja progresión es la “ratio” entre cualquiera de dos números contiguos que conforman la serie, razón que se aproxima siempre al número de oro “1,618”. En el caso del segmento elegido, 8 es a 5, 5 es a 3, 3 es a 2. Este prestigioso número pitagórico no sólo rige los secretos geométricos del pentágono regular, de la estrella de cinco puntas que ese polígono estructura y de la virtuosa proporción del rectángulo áureo, sino que está secretamente presente, activando todos los procesos vitales y de crecimiento —vegetales y biológicos.